Evangelio del 20 de septiembre 2016

Lectura del santo evangelio según san Lucas (8,19-21):

En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermano, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte.»
Él les contestó: «Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra.»


   Una vez más el Evangelio nos ayuda a clarificar nuestra idea de lo que es el reino de que nos habla Jesús. Y, en consecuencia, lo que debería ser la vida en este mundo lleno de personas, de hijos e hijas de Dios. 
      Jesús no da puntada sin hilo. Y aprovecha cualquier momento y cualquier situación para explicar lo que Dios quiere de nosotros. Le dicen que le están buscando su madre y sus hermanos. Los demás habríamos dejado en seguida lo que fuere que estuviésemos haciendo para ir en su busca. Mis padres y mis hermanos son mi familia, la relación más cercana. Son carne de mi carne y sangre de mi sangre. Por ellos doy mi vida. A ellos los voy a defender a muerte. Con ellos me voy a doler de sus dolores y me alegraré de sus alegrías. Incluso si uno de ellos se aparta de la familia, siempre tendrá la puerta abierta. Y estamos dispuestos a la reconciliación y al olvido, a mirar a otro lado, porque la familia... Los momentos vividos en familia (fiestas, cumpleaños, nacimientos, defunciones...) quedan ahí, para siempre, en nuestra memoria. Estoy seguro de que Jesús sentía también así a su familia. 
      Pero Jesús aprovecha todo para que entendamos el mensaje del reino. Y el  centro de ese mensaje es algo muy sencillo: somos la familia de Dios. Es que somos materialmente fruto de sus manos, su creación amada. Más allá de lo que hagamos o no hagamos. Dios es nuestro creador y nuestro padre. Y como cualquier padre no puede negar el cariño a sus hijos. Pase lo que pase. Con nosotros se duele de nuestros dolores y se alegra con nuestras alegrías. Sufre nuestros errores y meteduras de pata. Es posible que nos alejemos de él pero él no se alejará de nosotros porque nos lleva en su corazón. 
      En Jesús, en el Reino, la familia de la carne y de la sangre queda superada por la nueva familia del Reino. Por encima de todas las fronteras (razas, lenguas, culturas, naciones, sexo, ideologías, formas de pensar y todo lo que se nos pueda ocurrir que pueda marcar distancias y fronteras entre unas personas y otras), está el amor de nuestro Padre. Si nosotros damos cosas buenas a nuestros hijos, cuánto más lo hará nuestro Padre del cielo...
      Ya sé que alguno está pensando que Jesús pone una condición: “su madre y sus hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.” Es verdad. Pero, por coherencia con el resto del mensaje evangélico, esos –los que escuchan la palabra y la viven– son los más felices porque son conscientes de lo que son: hijos de Dios. Y esa es una gran felicidad. Pero eso no significa que los otros –los que no conocen el mensaje o, por las razones que sean, no lo viven– no sean también parte de la familia querida de Dios. Y quizá más amados por estar más alejados.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Nuestra Señora de las Mercedes

El cura no tiene horarios. Se levanta sacerdote y se duerme sacerdote

Famosos que han encontrado a Dios