Ni somos raros, ni estamos solos

Un sábado normal: sales a tomar algo o de fiesta con tus amigos. Eres uno más, te lo estás pasando genial, es tu gente de siempre o la que acabas de conocer en la universidad... Y estás muy agusto. Te ríes, bebes, hablas... Pero llega un momento de la noche en que sabes que te tienes que volver a casa, y sueltas "la frase": "bueno, me voy que sino mañana no hay quien me levante". Y sabes que has abierto la caja de Pandora, tus amigos te preguntan qué es lo que tienes que hacer que no te puedes quedar más, y entre otras cosas como son estudiar, si eres un poco honesto, dices la verdad: "voy a Misa". Y lo mínimo que te encuentras son caras de "tú verás, pero no hay quien te entienda". Y es verdad, en ese momento ni tú mismo te entiendes por mucha fe que tengas, y es que hay que tener "un par" para ser joven y cristiano hoy en día, porque precisamente el ambiente no es que colabore mucho.
Por eso necesitábamos encuentros como esta Jornada Mundial de la Juventud que hemos vivido en Cracovia con el Papa Francisco, porque necesitamos saber que ni somos raros ni estamos solos. Que lo que tú vives y por lo que luchas en tu pueblo, en tu barrio, en tu instituto, le sucede igual a un sueco y a un americano.

Describir lo vivido estos días es muy difícil, sobre todo porque han habido multitud de planes distintos y además Dios le ha tocado el corazón a cada uno en particular, no en general.
Esta es la clase de vivencias que valoras con el tiempo, porque en nuestro caso han sido 12 días de convivencia, 7 países distintos, mucho autobús, mucho cansancio acumulado, mucho saco de dormir y mucho bocadillo... Pero ha merecido toda la pena. Ahora toca filtrarlo.

Es increíble el poder de convocatoria de un señor de 80 años, cómo puede reunir a 2 millones de personas de todo el mundo, hacerlos dormir durante días al raso, con calor y frío, hambre y sed (no es que hayamos estado en un campo de refugiados precisamente, pero evidentemente la comodidad no es la de tu casa); aunque a quien buscamos no es a Francisco, sino a Cristo, a quien representa el Papa.

No se puede describir la emoción de ver in situ a gente de todos los pueblos y naciones rezando unidos, arrodillados frente a la Custodia el día de la Vigilia, mientras el Papa nos invitaba: "no hemos venido a este mundo a vegetar. Hemos venido a otra cosa, a dar fruto".
Da vértigo pensar ¿Y si este de mi derecha y este de mi izquierda, y yo mismo de verdad nos tomásemos en serio estas palabras? ¿Y si todos nos "ponemos las zapatillas" como nos decía el Papa y nos liamos a cambiar el mundo?

En un evento de estas características, siempre hay complicaciones, siempre hay gente que la lía, peleas, avalanchas... ¡Estábamos lo equivalente a la mitad de la población de Madrid! Y hasta donde sabemos no hubo ni medio altercado. Y no solo eso, la gente compartía contigo lo que tenían, incluso el agua (bien más que de lujo en esa situación).
Los polacos nos atendieron con un cariño que no podemos dejar de agradecer. Los policías te trataban como si fueras la única persona en el mundo, la gente salía a la calle a sacarnos vasos de agua... Alucinante.
El domingo, en la Eucaristía, te llenaba el alma dar la paz a la gente de tu alrededor, y cada uno dártela en su idioma. Ahí es donde te das cuenta de la eficacia del Espíritu Santo, y ves que cada uno vive lo mismo que tú pero a miles de kilómetros.

Esta JMJ ha sido más especial si cabe, porque ha sido en la tierra de nuestro querido Juan Pablo II, la tierra de Santa Faustina Kowalska (que tuvo visiones de la Divina Misericordia), y todo ha estado dedicado precisamente a lo que la Iglesia entera trata de vivir en este año: la Misericordia a través de las 14 obras corporales y espirituales.

Salimos el día 31 del Campus Misericordiae con 15kg a las espaldas, ampollas en los pies, un calor abrasador que dejó paso a la lluvia, pero con el alma cargada para como nos dijo el Papa, "empezar la JMJ en nuestro sitio", de donde somos cada uno.

Dios siempre habla a través de cosas muy pequeñas, ordinarias... en nuestro caso, cuando íbamos de camino al autobús, que estaba a 15km del Campus, paramos en un pequeño santuario a descansar unos minutos.
Mientras estábamos sentadas, vimos a un chico que acabaría de coger la comida del pack del peregrino. Iba cargado hasta arriba con una caja de cartón, y por el camino se le cayeron un par de manzanas y una bolsa de patatas. Justo detrás, un chico que pasaba por ahí se lo cogió, y sin decirle nada le siguió hasta donde iba a dejar la caja para dárselo.
Cuando el chico paró con la caja, se dio cuenta de que el otro estaba detrás, dejó todo, le dio la mano con una sonrisa, le miró a los ojos, le preguntó su nombre y le dio las gracias. Ya está, sin más.
Y yo pensaba, que quizá a veces creemos que ser un buen cristiano es hacer cosas raras o buscarse ocupaciones que a los ojos de los demás parezcan muy loables, cuando en realidad la primera obra de misericordia es mirar a los demás a los ojos, porque así el otro deja de ser uno más y pasa a ser una persona particular: con sus alegrías y sus penas, con su vida.
Mirar a los ojos a la gente para agradecer, para pedir perdón, para involucrarte en su vida... Para que no te de igual su situación.

Quizá ser un buen cristiano no sea tan difícil, ni somos tan raros... Ni estamos solos.



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