Hoy celebramos al Santo Cura de Ars, Patrón de los sacerdotes.

San Juan Bautista María Vianney, más conocido como el Cura de Ars, nació en Dardilly, en las cercanías de Lyon (Francia), el 8 de mayo de 1786. 

Tras una infancia normal, a los diecisiete años Juan María concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, pone algunos obstáculos, que por fin son vencidos. El joven inicia sus estudios en el seminario, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado. 

Tenía una conducta admirable, pero no tenía grandes conocimientos, por lo que le despiden del seminario.
La cosa parecía ya no tener solución ninguna cuando, de nuevo, se cruza en su camino un cura excepcional: el padre Balley, que había dirigido sus primeros estudios. Gracias a él estudia y se esfuerza y es ordenado sacerdote a los 29 años.
Tras fallecer el Padre Balley, le encomiendan la pastoral de un minúsculo pueblo al norte de París, Ars. Prácticamente no volverá a salir de allí.

Allí vivió enteramente dedicado a sus feligreses, visitaba casa por casa sobre todo a los niños y los enfermos. Embelleció la iglesia y ayudaba mucho a sus compañeros de pueblos vecinos.
Todo esto lo acompañaba de una intensa oración, penitencia y caridad, a veces hasta el extremo, con los pobres.

Como iba a ayudar a sus compañeros de pueblos vecinos, confesaba a mucha gente también de alrededor de Ars, y la gente luego volvía a él para pedirle consejo y confesarse de nuevo, porque dejaba un gran poso de paz y amor de Dios.
Éste fue el comienzo de la célebre peregrinación de feligreses a Ars. Su fama fue extendiéndose y llegaban al pueblo gente de toda Francia y resto de Europa.
Con sencillez, casi como si se tratara de corazonadas o de ocurrencias, el Santo mostraba estar en íntimo contacto con Dios Nuestro Señor y ser iluminado con frecuencia por Él.

Aquel pobre sacerdote, que trabajosamente había hecho sus estudios, y a quien la autoridad diocesana había relegado en uno de los pueblos más pequeños y menos devotos de la diócesis, iba a convertirse en consejero buscadísimo por millares y millares de almas. Y entre ellas se contarían gentes de toda condición, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a buscar en él algún consuelo.

Tal era la afluencia de gentes que se pasaba el día metido en el confesionario. Tenía el don de discernir conciencias, de plantear la vocación a la gente. Estaba en íntima unión con el Señor, le iluminaba y esto ayudaba a todos los demás.


El viernes 29 de julio de 1859 se sintió indispuesto. Pero bajó, como siempre, a la iglesia a la una de la madrugada. Sin embargo, no pudo resistir toda la mañana en el confesonario y hubo de salir a tomar un poquito de aire. Antes del catecismo de las once pidió un poco de vino, sorbió unas gotas derramadas en la palma de su mano y subió al púlpito. No se le entendía, pero era igual. Sus ojos bañados de lágrimas, volviéndose hacia el sagrario, lo decían todo. Continuó confesando, pero ya a la noche se vio que estaba herido de muerte. Descansó mal y pidió ayuda. «El médico nada podrá hacer. Llamad al señor cura de Jassans».

Ahora ya se dejaba cuidar como un niño. No rechistó cuando pusieron un colchón a su dura cama. Obedeció al médico. Y se produjo un hecho conmovedor. Éste había dicho que había alguna esperanza si disminuyera un poco el calor. Y en aquel tórrido día de agosto, los vecinos de Ars, no sabiendo qué hacer por conservar a su cura queridísimo, subieron al tejado y tendieron sábanas que durante todo el día mantuvieron húmedas. No era para menos. El pueblo entero veía, bañado en lágrimas, que su cura se les marchaba ya. El mismo obispo de la Diócesis vino a compartir su dolor. Tras una emocionante despedida de su buen padre y pastor, el Santo Cura ya no pensó más que en morir. Y en efecto, con paz celestial, el jueves 4 de agosto, a las dos de la madrugada, mientras su joven coadjutor rezaba las hermosas palabras «que los santos ángeles de Dios te salgan al encuentro y te introduzcan en la celestial Jerusalén», suavemente, sin agonía, «como obrero que ha terminado bien su jornada», el Cura de Ars entregó su alma a Dios.

Así se ha realizado lo que él decía en una memorable catequesis matinal: «¡Dios mío, cómo me pesa el tiempo con los pecadores! ¿Cuándo estaré con los santos? Entonces diremos al buen Dios: Dios mío, te veo y te tengo, ya no te escaparás de mí jamás, jamás».

Lo canonizó el papa Pío XI el 31 de mayo de 1925, quien tres años más tarde, en 1928, lo nombró Patrono de los Párrocos. El Papa Benedicto XVI proclamó a San Juan María Vianney "Patrono de todos los sacerdotes del mundo" el 19 de junio de 2009. Su cuerpo se conserva INCORRUPTO en la Basílica de Ars. Su fiesta se celebra el 4 de agosto.





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