Santificar con el trabajo

Al santificar su trabajo e identificarse ahí con Cristo, el cristiano necesariamente da fruto —santifica a los demás con su trabajo.

Ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo.

¿Estoy santificando mi trabajo? ¿Me estoy santificando en el trabajo?, es decir, ¿me voy transformando en otro Cristo a través de mi profesión? ¿Qué frutos de apostolado estoy dando con mi trabajo?

Un hijo de Dios no ha de temer hacerse estas preguntas sobre el sentido último de su tarea. Más bien ha de temer no hacérselas porque correría el peligro de que la corriente de sus días no acabase de encontrar el cauce hacia el verdadero fin, disipando sus fuerzas en actividades dispersas, como regueros estériles.

El primero —santificar el trabajo: hacer santa la actividad de trabajar realizándola por amor a Dios, con la mayor perfección que cada uno pueda lograr, para ofrecerla en unión con Cristo—, es el más básico y como la raíz de los demás.

El segundo —santificarse en el trabajo— es, en cierto modo, consecuencia del anterior. Quien procura santificar el trabajo, necesariamente se santifica: es decir, permite que el Espíritu Santo le santifique, identificándole cada vez más con Cristo. Sin embargo, lo mismo que en una planta no basta regar la raíz, sino que también hay que cuidar el tallo para que crezca derecho, y a veces ponerle un apoyo para que no lo quiebre el viento, o protegerlo de los animales y de las plagas... Así también hay que poner muchos medios para identificarse con Cristo en el trabajo: oración, sacramentos y medios de formación, con los que se van cultivando las virtudes cristianas. Gracias a esas virtudes se fortalece también la misma raíz y resulta cada vez más connatural santificar el trabajo.

Con el tercero —santificar con el trabajo— ocurre algo semejante. Ciertamente se puede considerar como una consecuencia de los otros dos, pues al santificar su trabajo e identificarse ahí con Cristo, el cristiano necesariamente da fruto —santifica a los demás con su trabajo—, según las palabras del Señor: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. Esto no significa que un cristiano se pueda despreocupar de dar fruto, como si éste surgiese espontáneamente de la raíz y del tallo.

En la santificación del trabajo, los tres aspectos están vitalmente unidos entre sí, de modo que unos influyen en otros. Quien no buscara santificar a los demás con su trabajo, preocupándose sólo de santificar el suyo, en realidad no lo estaría santificando. Sería como la higuera estéril, que tanto desagradó a Jesús porque, aún teniendo raíces y hojas, carecía de fruto. De hecho, un buen índice de la rectitud de intención, con la que debéis realizar vuestro trabajo profesional es precisamente el modo en que aprovecháis las relaciones sociales o de amistad, que nacen al desempeñar la profesión, para acercar a Dios esas almas.

Vamos a considerar ahora con más detalle este último aspecto de la santificación del trabajo, que de algún modo da a conocer los otros dos, como los frutos manifiestan la planta y la raíz. Por sus frutos los conoceréis, dice el Señor.


Si se considera el propio trabajo profesional con simple visión humana, seguramente se pensará que uno se encuentra allí como resultado de diversas circunstancias —capacidades y preferencias, obligaciones y casualidades, etc.— que le han llevado a realizar esa tarea y no otra. Un cristiano ha de mirar las cosas con más profundidad y altura, con un sentido sobrenatural que le haga descubrir ahí la llamada personal de Dios a la santidad y al apostolado.

Lo que parecía una situación vulgarmente fortuita adquiere entonces sentido de misión, y se comienza a estar de un modo nuevo en el mismo sitio donde ya se estaba. No ya como quien ha caído por caso en ese lugar, sino como quien ha sido enviado allí por Cristo. Yo os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. El lugar de trabajo, el ambiente profesional en el que cada uno se encuentra, es su campo de apostolado, la tierra apropiada en la que sembrar y cultivar la buena semilla de Cristo. La promesa de Jesús no puede fallar: cuando se procura santificar el propio trabajo y santificarse en él, siempre hay fruto apostólico.

Es preciso, sin embargo, no dejarse llevar por las apariencias. El Señor advierte también que el Padre celestial poda al que ya produce, para que dé más fruto. Obra de este modo porque quiere bendecir aún más a sus hijos. Los poda para mejorarles, aunque la podadura sea dolorosa. Muchas veces consiste en dificultades que Él permite para purificar el alma, quitando lo que sobra. En ocasiones, por ejemplo, desaparece la ilusión humana por el propio trabajo, y se ha de realizar a contrapelo, por un amor sin más complacencia que la de agradar a Dios; otras veces es una dificultad económica seria, que quizá Dios permite para que sigamos poniendo todos los medios humanos, pero con más confianza filial en Él, como Jesús nos enseña, sin dejarnos dominar por la tristeza y el agobio del futuro. Otras, en fin, se trata de un fracaso profesional, de esos que pueden hundir a quienes trabajan sólo con miras humanas y que, en cambio, elevan sobre la Cruz a los que desean corredimir con Cristo. La poda lleva frecuentemente consigo que los frutos se retrasen, que no se vean los frutos apostólicos del trabajo.


En todo caso, sería un error confundir esta situación con aquella otra a la que también se refiere Jesús en una parábola: Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró; entonces dijo al viñador: "Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?". Es el caso de quien no da fruto apostólico en su trabajo a causa de su comodidad y poltronería, del aburguesamiento y de estar pendiente sólo o principalmente de sí mismo. Entonces la ausencia de fruto no es sólo aparente. No hay fruto porque no hay generosidad, ni empeño, ni sacrificio; en último término, porque falta buena voluntad.

Cristo mismo nos enseña a distinguir las situaciones por los signos. Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. A quienes el Señor poda, parece que no llevan fruto, pero están llenos de vida. Su amor a Dios tiene otras señales evidentes, como la delicadeza en el cuidado de los tiempos de oración, la caridad con todos, el empeño perseverante en poner todos los medios humanos y sobrenaturales en el apostolado...: signos tan inconfundibles como los brotes tiernos de la higuera, mensajeros de los frutos que llegarán a su tiempo. En realidad, están santificando a otras almas con su tarea profesional porque todo trabajo que es oración, es apostolado. El trabajo convertido en oración alcanza efectivamente de Dios una lluvia de gracias que fructifica en muchos corazones.

Los otros, en cambio, ni dan fruto ni están en camino de darlo. Pero aún están vivos y pueden cambiar, si quieren. No les faltarán los cuidados que Dios les envía, escuchando los ruegos de sus amigos, como los del viñador que le pedía por la higuera: Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás. Siempre es posible salir de esa situación de esterilidad apostólica de algún modo voluntaria. Siempre es hora de convertirse y de dar mucho fruto, con la gracia divina. Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor... Y sólo entonces se llena de sentido la labor profesional, aparece todo el atractivo de su belleza y surge un entusiasmo nuevo, hasta entonces desconocido. Un entusiasmo como el de San Pedro después de obedecer el mandato de Jesús: ¡Mar adentro!, y escuchar, tras la pesca milagrosa, la promesa de un fruto de otro orden e importancia: No temas; desde ahora serás pescador de hombres.

En nuestra vida se pueden presentar las dos situaciones anteriores, en unos momentos la primera y en otros la segunda. Externamente quizá coincidan en que no se ven los frutos apostólicos del propio trabajo profesional, pero no es difícil saber si responde a la una o a la otra. Basta ser sinceros en la oración. Responder con claridad a la siguiente pregunta: ¿estoy poniendo todos los medios a mi alcance para santificar a los demás con el trabajo, o me desentiendo y me conformo con poco, pudiendo realmente hacer mucho más? ¿quiero a los que trabajan conmigo? ¿trato de servirlos? Y siempre, buscar la ayuda exigente en la dirección espiritual. Este es el camino de la santidad y de la fecundidad apostólica.

COMO BRASA ENCENDIDA

Transformar la profesión en medio de apostolado es parte esencial del espíritu de santificación del trabajo, y señal de que, efectivamente, se está santificando. Santidad y apostolado son inseparables, como el amor a Dios y a los demás por Dios.

Tú has de comportarte como una brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté; o, por lo menos, procura elevar la temperatura espiritual de los que te rodean, llevándoles a vivir una intensa vida cristiana. El trabajo profesional es lugar natural en el que nos encontramos, como las brasas en el brasero. Ahí deben realizarse estas palabras de San Josemaría, de modo que las personas que nos rodean reciban el calor de la caridad de Cristo. Se trata de dar ejemplo de serenidad, de sonreír, de saber escuchar y comprender, de mostrarse servicial.

Cualquiera debería poder percibir a nuestro lado el influjo de alguien que eleva el tono del ambiente porque —junto a la competencia profesional— el espíritu de servicio, la lealtad, la amabilidad, la alegría, y el empeño por superar los propios defectos, no pasan desapercibidos.

Todo eso forma parte del prestigio profesional que han de cultivar quienes desean atraer a los demás a Cristo. El prestigio profesional de un cristiano no se deriva del simple realizar técnicamente bien el trabajo. Es un prestigio humano, tejido de virtudes informadas por la caridad. De este modo, el trabajo profesional —sea el que sea— se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Sin caridad, en cambio, no puede haber prestigio profesional cristiano, no al menos el que Dios pide, el anzuelo de pescador de hombres e instrumento de apostolado. Sin caridad no es posible atraer las almas a Dios, porque Dios es amor. Vale la pena remarcarlo: un buen profesional, eficaz y competente, si no procura vivir no ya la justicia sino la caridad, no tendrá el prestigio profesional propio de un hijo de Dios.

El prestigio, de todas formas, no es fin sino medio: medio para acercar las almas a Dios con la palabra conveniente (...) mediante un apostolado que he llamado alguna vez de amistad y de confidencia. Conscientes de que, junto con la filiación divina, hemos recibido por el Bautismo una participación en el sacerdocio de Cristo y, por tanto, el triple oficio de santificar, enseñar y guiar a otros, tenemos un título para entrar en la vida de los demás, para llegar a ese trato profundo de amistad y confidencia con todos los que sea posible, en el amplio campo que comprenden las relaciones profesionales.

Este campo no se reduce a las personas que trabajan en el mismo lugar o que tienen una edad semejante, sino que se extiende a todas aquellas con las que, de un modo u otro, se puede tomar contacto con ocasión del trabajo. El cristiano buscará oportunidades para convivir, para poder hablar a solas, fomentando el trato: una comida, un rato de deporte, un paseo. Habrá, pues, que dedicar tiempo a los demás, ser asequible, sabiendo encontrar el momento oportuno. Hemos de dar lo que recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer partícipes a los demás —sin engreimiento, con sencillez— de ese conocimiento del amor de Cristo. Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio.

ORIENTAR LA SOCIEDAD

Con el trabajo profesional —cada uno con el suyo—, los cristianos pueden contribuir eficazmente a orientar la entera sociedad con el espíritu de Cristo. Más aún, el trabajo santificado es necesariamente santificador de la sociedad, porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales.

En este sentido, san Josemaría escribió en Forja: Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana.

Poner en práctica seriamente las normas de moral profesional propias de cada trabajo, es una exigencia básica y fundamental en esta labor apostólica. Pero hay que aspirar además a difundirlas, haciendo lo posible para que otros las conozcan y las vivan. La misión de los bautizados consiste en elevar la Cruz de Cristo sobre toda realidad humana.




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