La alegría cristiana

La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.

Servid al Señor, con alegría: no hay otro modo de servirle. Dios ama al que da con alegría, al que se entrega por entero en un sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el desconsuelo.

Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?

Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria.

La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición —Monstra te esse Matrem-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.


178 La alegría es un bien cristiano. Unicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado.

Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete.

El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?

Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano —traidor, con frecuencia— es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?

Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos: apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. El rey se ha enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido tejido en oro!.

La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es todopoderoso.

Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo.

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